Hace tiempo, tuve una discusión sobre el término «Revolución Neolítica«. Sí, es cierto que el Neolítico supuso un tremendo cambio en el devenir de la historia de la humanidad, al introducir la agricultura y la ganadería. Pero según la definición de la RAE, una revolución es un «Cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación». Y el proceso de la adopción de la nueva economía productora si por algo se caracteriza es por su lentitud.
El Neolítico europeo tuvo su origen en el Próximo Oriente y los yacimientos de este periodo más antiguos de nuestro continente se encuentran en los Balcanes y Grecia. Aprovechemos, pues, el encontrarnos en Atenas, recuperemos esta etapa de la Prehistoria de la Humanidad y retomemos la discusión de si podemos hablar de «Revolución» o no en relación con este momento.
Para ello, rescato el que fue resultado de aquella discusión: un artículo en la revista «Revolución Neolítica» de la Facultad de Filosofía de la Universidad del País Vasco. Ahí va…
La Revolución Neolítica: ¿romanticismo en la Prehistoria?
Cuando me enteré de que la facultad de Filosofía editaba una revista que tenía por título “Revolución Neolítica” no daba crédito. Primero, por encontrar un concepto de la terminología prehistórica dando nombre a una publicación que nada tenía que ver con la Prehistoria. Segundo, por ver que se había escogido un término en desuso, no exento de una visión romántica de la Prehistoria, pero en cualquier caso erróneo, porque el Neolítico, fenómeno (pre)histórico de gran relevancia, no fue en absoluto revolucionario.
El término Neolítico fue acuñado por el inglés John Lubbock en su libro “Prehistoric times” en el año 1865. Hacía referencia a una nueva manera de trabajar la piedra. Frente a la técnica habitual de tallar el sílex, propia del Paleolítico (literalmente, “piedra vieja”), en el Neolítico (“piedra nueva”) se introdujo el pulimento de la piedra, para la fabricación de hachas, principalmente. En realidad, esta innovación no era más que una consecuencia, casi anecdótica, del cambio real, como siempre de tipo económico: el paso de una economía cazadora-recolectora a una economía productora, en la que la agricultura y la ganadería pasaron a constituir la base de la producción.
Fue Vere Gordon Childe quien en su obra, “Los orígenes de la civilización”, acuñó el término “Revolución Neolítica”, desde la base teórica del materialismo histórico. Gordon Childe interpretó el cambio como una innovación tecnológica producida casi de forma casual, por un cúmulo de circunstancias que los grupos humanos supieron aprovechar para avanzar en la línea del progreso evolutivo. Descubrieron la capacidad de controlar el crecimiento de plantas y animales para mejorar la calidad de vida y adoptaron otras novedades, producto directo del cambio económico, entre las cuales las más importantes fueron la sedentarización y la tecnología cerámica.
Es cierto que el proceso tuvo lugar de este modo, pero no fue revolucionario. Para ello tendría que haber sido rápido, drástico e innovador, y en realidad fue un cambio lento, progresivo y en absoluto casual o fortuito. La agricultura no apareció como un descubrimiento y fue revolucionaria exclusivamente en el sentido de que supuso un cambio, a muy largo plazo, en los modos de vida.
El Neolítico, es decir, la introducción de las prácticas agrícola-ganaderas, surgió en cinco puntos del mundo: el Próximo Oriente (del cual proviene nuestro Neolítico), el Sáhara (cubierto por un bosque tropical en aquellos momentos), el Sudeste asiático, Centroamérica y Perú. Las plantas y animales domesticados en cada una de las zonas variaron según el medio ambiente circundante, pero siempre fueron aquellas más susceptibles de ser cultivadas: cereales, ovejas y cabras en Próximo Oriente y Sáhara, arroz en China, maíz y frijoles en Centro América y Perú. Las fechas más antiguas son las del Próximo Oriente, hace unos 10.000 años.
No hay que entender todo esto como un fenómeno de casualidad absoluta, como una sincronía casi mágica del devenir humano, sino como una progresión lógica de las sociedades prehistóricas. Hoy en día no se cree que los hombres y mujeres del Epipaleolítico o Mesolítico descubrieran repentinamente la agricultura y la ganadería. Los grupos del Paleolítico estaban estrechamente vinculados a la naturaleza y tenían una dependencia absoluta de los recursos ofrecidos por ésta. Resulta difícil asumir que hasta ese momento no hubieran sido conscientes de la capacidad germinadora de una semilla o de la posibilidad de amaestrar un animal.
¿Por qué, entonces, no adoptaron con anterioridad la nueva economía? Sencillamente, no les interesaba. Estudios basados en la observación de sociedades de primitivos actuales, han demostrado que los grupos cazadores-recolectores disponen de más horas de ocio que los productores y en muchos sentidos su calidad de vida es mejor. Pero en un momento dado, fruto del crecimiento demográfico que se produjo en el Mesolítico, en cinco puntos del globo se vieron obligados a intensificar la producción alimenticia con nuevos mecanismos para responder al aumento de población: no tuvieron más remedio que adoptar la agricultura y ganadería como respuesta a las nuevas necesidades, para cubrir la demanda subsistencial del grupo. La economía productora requiere un mayor esfuerzo e inversión de trabajo, pero también permite la intensificación de la producción y la obtención de una serie de excedentes para asegurar la supervivencia del grupo.
Los nuevos modos de vida aparejaron otros cambios. Ya he hablado de la sedentarización (obligada consecuencia para permanecer cerca de los cultivos) y de la cerámica. La utilización de la arcilla para fabricar recipientes tuvo un doble valor: como objeto práctico que permitía la cocción de los cereales y como objeto de prestigio. A partir del Neolítico, la cerámica se convierte en la pieza más abundante en las excavaciones arqueológicas y en una de las más importantes a la hora de estudiar una cultura. Sirvió como soporte decorativo y pieza cultual, como objeto de intercambio, recipiente de almacenaje y de cocina, como urna funeraria o elemento identificador de un grupo. Ya desde los primeros momentos de su invención, encontramos bellos recipientes; algunos, incluso, llegaron a extenderse por todo el Mediterráneo, como la cerámica cardial, fácilmente reconocible por haber sido decorada presionando una concha de molusco sobre el barro todavía fresco.
Otros repertorios de piezas arqueológicas aparecieron también como novedad: las hachas pulimentadas (que dieron origen al nombre del periodo), los molinos de mano para moler el cereal o todo un nuevo elenco de ornamentos. Es presumible que también hubiera importantes cambios en el mundo de las ideas y las creencias religiosas, un ámbito al que los prehistoriadores y arqueólogos difícilmente podemos acceder.
Deja tu comentario