Pan y botella con restos de aceite de oliva procedentes de Pompeya (imagen: La Repubblica)

Hoy en día, todos somos conscientes de las virtudes alimenticias del aceite de oliva. Pero, ¿desde cuándo se aprecia su valor? En el mundo fenicio y en la antigua Grecia ya era un producto frecuente, dado que el olivo era uno de los cultivos más importantes. Pero los que realmente contribuyeron a su fama y comercialización a gran escala fueron los romanos. Ya lo decía Plinio el Viejo en su famosa obra «Historia Natural»: hay dos líquidos que son especialmente agradables para las personas, el vino y el aceite. Si a ambos sumamos el trigo, ya tenemos la trilogía mediterránea tan importante en las economías de la Antigüedad. Los usos del aceite en la cocina latina eran múltiples, ya que, además de como condimento, se usaba como base para distintas salsas, en repostería y, por supuesto, para freír alimentos.

Lucerna

Réplica de lucerna romana encendida (foto: Lucernas romanas)

Aceite para todo

Lo curioso del aceite en el mundo romano es que era mucho más que una fuente de alimentación. Sus usos se ramificaban a aspectos de la vida cotidiana de lo más variopinto. Uno de los más importantes era su valor como combustible, ya que el aceite era precisamente lo que alimentaba las lucernas, pequeñas lamparillas de cerámica -y excepcionalmente de bronce- utilizadas para el alumbrado en el interior de hogares y otros edificios.

También se utilizaba en las ofrendas religiosas y como base para la fabricación de perfumes, a la que luego añadían las materias olorosas, entre las que las rosas o el junco eran habituales. Durante la práctica del ejercicio físico en la palestra era común que los atletas se untaran el cuerpo con aceite para protegerse del sol e hidratar la piel. De esta práctica, surgió el uso del estrígilo, una varilla de bronce con la que, después de ejercitarse, se rascaban la piel para quitarse los restos de aceite y sudor.

Al igual que hoy en día existen distintas calidades de aceite de oliva, en el mundo romano se clasificaban según el proceso de elaboración, modificando considerablemente su precio. El más apreciado era el oleum omphacium, extraído de aceitunas aún verdes y empleado en la religión y los perfumes, que, a su vez, se dividía en varios tipos según la intensidad de su sabor. En gastronomía solía emplearse el aceite de calidad intermedia, conocido como oleum viride. Sus variedades se equipararían a nuestro aceite virgen o aceite virgen extra. Por último, el oleum cibarium era el más ordinario de todos.

Factoría de aceite

Factoría de elaboración de aceite (imagen: National Geographic)

Andalucía, gran productor

El centro de producción de aceite más importante de la época era la región de la Bética, que se corresponde con la actual Andalucía, iniciando una tradición que se ha mantenido durante siglos. Desde los talleres béticos, el aceite se almacenaba en ánforas para poder ser transportado por mar a todos los rincones del Imperio. Hasta tal punto era importante su comercio que en Roma existía un vertedero para las ánforas olearias, ya utilizadas, procedentes de la Bética. Su manufactura era lo suficientemente barata como para que no compensara su reutilización, por lo que directamente se tiraban a este basurero, conocido como Monte Testaccio, que, dada la cantidad de restos anfóricos, es un auténtico tesoro para los arqueólogos.

Si quieres saber más, aquí está mi artículo en National Geographic Historia del que parte este texto que acabas de leer.