Bocklin
La isla de los muertos, Arnold Bocklin, 1883 (foto: Wikimedia Commons)

Según la mitología griega, la mayoría de los seres humanos accedían a una vida de ultratumba situada en un lugar subterráneo, conocido como Hades. Este espacio era un lugar anodino, profundo y oscuro, ya que hasta él no llegaba la luz del sol. Para personas que hubieran destacado excepcionalmente por sus virtudes o por sus defectos existían dos mundos distintos, más cercanos en su concepción a las imágenes cristianas del cielo o del infierno. Los seres de vida virtuosa accedían a los Campos Elíseos, mientras que aquellos que hubieran destacado por su maldad o impiedad quedaban atrapados en el Tártaro, lugar de tormentos sin fin. El común de los mortales, aquellos que hubieran tenido una vida convencional sin grandes éxitos o desgracias, eran destinados al Hades, convertidos en sombras que errantes vagaban por este espacio sin principio ni fin. Estos espectros se nutrían de las ofrendas que sus seres queridos depositan en sus tumbas, de ahí que los cultos funerarios que tenían lugar en las necrópolis o cementerios griegos fueran de vital importancia. Una ofrenda muy común era la de los vasos llamados lécitos, bellísimas vasijas de cerámica de fondo blanco que presentaban como decoración escenas relacionadas con la muerte.

Lécitos
Lécito con representación de la muerte con Hipnos y Tánatos (foto: British Museum)

El dios que gobernaba en este mundo subterráneo poblado de almas era Hades, de donde provenía el nombre del lugar. Cuando Zeus derrotó a su padre Cronos y los dioses olímpicos vencieron a los Titanes en su lucha por el poder del mundo, Zeus se quedó con el dominio de los cielos y su hermano Poseidón con el del mar. Al tercer hermano, Hades, le correspondió el lúgubre mundo subterráneo. Se hacía acompañar por los tres jueces del inframundo, Minos, Radamantis y Éaco.

Los ritos funerarios griegos estaban perfectamente reglados, ya que era necesario enterrar y honrar a la persona fallecida para que pudiera iniciar su viaje hasta el reino de Hades. Cuando una persona moría, el dios Tánatos, personificación de la muerte de carácter no violento, del que provienen palabras como tanatorio, acudía a recibir al difunto. Este era acompañado en su último viaje por el dios Hermes, mensajero de los dioses, que en esta ocasión recibía la advocación de Hermes Psicompompos, el que acompaña a las almas. El Hades estaba situado al otro lado del río o la laguna Estigia -según versiones-, lugar que los antiguos romanos trasladaron a las cercanías del lago Averno, situado en una zona volcánica del sur de Italia. El primer paso para alcanzar la nueva morada consistía en cruzar el río, tarea que correspondía al barquero Caronte. Este personaje cobraba una moneda por su trabajo y de esta creencia venía la costumbre de depositar un óbolo en la boca del difunto, tal y como muchas veces constata la arqueología en las excavaciones de tumbas. El Hades estaba atravesado por varios ríos que convergían en una ciénaga: el Aqueronte o río de la aflicción, el Flegetonte o río de fuego, el Leteo o río del olvido y el Cocito, el río de los lamentos.

Hades
Recreación del Hades (dibujo: National Geographic Historia)

La entrada del Hades estaba custodiada por el can Cerbero, un terrible perro de tres cabezas que supervisaba que ningún ser vivo pudiera franquear las puertas de este mundo de ultratumba. A pesar de ser un excelente guardián, hubo contadas ocasiones en las que una persona consiguió llegar al interior del Hades todavía con vida. Estas hazañas, conocidas con el nombre de katábasis, las narraremos en el próximo post.