Os comparto hoy un artículo que en su día salió publicado en la revista digital ArtyHum, Revista de Artes y Humanidades, y cuya versión original podéis consultar aquí. Siempre me ha apasionado la astronomía, pero como me falta formación para poder entenderla como es debido, sólo puedo aproximarme a ella tangencialmente y a través, como en este caso, de la mitología.

Galileo y el descubrimiento de los satélites de Júpiter

Retrato de Galileo GalileiGalileo Galilei

“Y sin embargo se mueve”. Galileo Galilei (1564-1642) ha pasado a la historia con esta frase. El científico italiano, considerado el padre de la Astronomía moderna, tuvo que enfrentarse a sus contemporáneos y defender un sistema heliocéntrico, en el que la Tierra y el resto de los planetas orbitaban en torno al sol, frente al sistema geocéntrico imperante, según el cual la Tierra era el centro del sistema solar. Fue convocado en 1616 por el Santo Oficio y la Inquisición, que consideraban la teoría heliocéntrica una herejía por desbancar a la Tierra, y por tanto a los hombres, del centro del universo. En 1633 tuvo que enfrentarse al mismo problema, tras la publicación de su obra “Diálogo sobre los principales sistemas del mundo” y someterse a otro proceso inquisitorial que culminó conminándole a abjurar de sus ideas. Galileo así lo hizo y, según nos narra la leyenda, fue entonces cuando pronunció su famosa frase, referida a nuestro planeta. Tal vez se viera obligado a renunciar a sus teorías científicas delante de la Inquisición, pero jamás renunció a lo que firmemente creía.

El propio Galileo fue aristotélico al comienzo de su carrera, es decir, defendió durante un tiempo la posición central de la Tierra en el sistema solar.

Después, se convirtió en el máximo representante de la teoría copernicana o teoría heliocéntrica, a través de una serie de descubrimientos y observaciones que fueron poco a poco echando por tierra la perfección inmutable del universo, promulgada por Aristóteles, y la centralidad de la tierra. El astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) promulgó el sistema heliocentrista en su obra “Sobre las revoluciones de los orbes celestes”, publicada el año de su muerte.

Sin embargo, Copérnico hablaba todavía de órbitas perfectamente circulares y fue Johannes Kepler (1571-1630) el que contribuyó a entender el desplazamiento de los cuerpos celestes. Según Kepler, las órbitas erráticas de los planetas no eran tal cosa, sino que su movimiento se explicaba al entender que sus órbitas eran elípticas en vez de circulares. Sirva este comentario para recordar que “planetas” viene del griego “planetai” que no quiere decir más que “errantes”.

Y hablando de los griegos, aprovechemos para reivindicar la figura de Aristarco de Samos, que ya en el s. III a.C. defendió el sistema heliocéntrico.

Su figura, lamentablemente, pasa muchas veces desapercibida en la historia de la Astronomía, ya que las teorías geocéntricas de Aristóteles y Ptolomeo ocultaron su modelo hasta que Copérnico volvió a defenderlo. No se conservan los textos originales, de tal forma que la formulación de su modelo sólo nos ha llegado a través de unas pocas citas de Plutarco y Arquímedes.

El descubrimiento de los satélites de Júpiter

Pero volvamos a Galileo: realizó también otras muchas importantes aportaciones al mundo de la ciencia en general y de la Astronomía en particular, como la formulación de la primera ley del movimiento o la mejora del telescopio. Esto último le permitió identificar las manchas solares o los satélites de los que vamos a hablar hoy: las cuatro lunas principales del planeta Júpiter, cuyo descubrimiento se produjo el 7 de Enero de 1610.

Desde entonces, estos cuatro satélites, Io, Europa, Ganímedes y Calisto, se conocen con el nombre de Satélites Galineanos. Fueron los cuatro primeros objetos celestes descubiertos que orbitaban alrededor de un cuerpo diferente a la Tierra o el Sol. Desde entonces y hasta hoy en día, han llegado a descubrirse hasta 67 satélites en torno al más grande de los planetas del Sistema Solar, aunque la cifra ha ido aumentando tanto en los últimos años que oscila en las distintas publicaciones. Curiosamente, la mayoría de la información que conocemos sobre el planeta y sus satélites fue aportada por la sonda Galileo, cuyo nombre es un bonito homenaje al científico italiano. La sonda Galileo, que llegó al planeta en 1995, permitió recoger imágenes reveladoras de Júpiter y sus satélites. En Julio de 2016, una nueva sonda espacial de la NASA, apodada con el muy acertado nombre de Juno (esposa de Júpiter), llegó hasta la órbita del planeta más grande del sistema solar. El objetivo de esta misión es estudiar el gas y los campos gravitacionales y magnéticos de Júpiter, para poder saber más sobre su composición, formación y evolución.

Satélites de Júpiter

Io, Europa, Ganímedes y Calisto. © Wikimedia Commons / NASA.

El descubrimiento de cuatro cuerpos celestes de semejante importancia orbitando en torno a uno de los planetas del sistema solar reforzó la teoría heliocéntrica que defendía Galileo, entendiendo a Júpiter y sus satélites como un modelo del sistema solar en miniatura y demostrando que no todos los cuerpos celestes giraban en torno a la Tierra. Si Júpiter, con un diámetro once veces mayor que el de la tierra y la mayor atracción gravitatoria del sistema solar por detrás del propio sol, podía orbitar mientras cuatro satélites lo hacían a su alrededor, ese podía ser también el caso de la tierra y su satélite, la Luna, orbitando ambos alrededor del sol. Por este motivo, el avistamiento por primera vez de estos cuatro satélites fue uno de los descubrimientos más revolucionarios de los que llevó a cabo el genio italiano.

La nomenclatura de los satélites

La mitología clásica ha tenido una enorme importancia en la cultura occidental, siendo el origen de muchos elementos cotidianos que nos rodean y formando parte, muchas veces de forma inconsciente, de nuestro imaginario colectivo: dichos y tradiciones populares, símbolos e iconos, etimologías y un largo etcétera. Explica el origen de nuestros días de la semana o de los meses. Ha sido fuente de inspiración para pintores, escultores y músicos, hasta el punto de que no podemos entender la historia del arte occidental sin conocimientos de iconografía antigua. Y uno de los campos en los que más importancia ha tenido es la Astronomía.

Júpiter era uno de los cinco planetas que ya se conocían desde la Antigüedad clásica. Siendo el más grande del sistema solar no es de extrañar que los griegos le dieran el nombre de su divinidad más importante, Zeus, conocido como Júpiter por los romanos. Y si el planeta recibía el nombre del padre de los dioses, caracterizado por su incontable lista de amantes, qué mejor que dar el nombre de éstos a aquellos satélites que orbitan en torno al planeta.

De esta manera, los nombres de los satélites más importantes de Júpiter tienen que ver con la mitología clásica y responden a aquellos personajes a los que Júpiter sedujo en muchas ocasiones a través de sus famosas metamorfosis, narradas, entre otras obras, en las Metamorfosis de Ovidio. Con éstas se transformaba en otras personas o animales que le permitían seducir más fácilmente a sus víctimas.

Sin embargo, no fue Galileo quien los bautizó de esta manera. El científico italiano los denominó simplemente Júpiter I, II, III y IV o también “estrellas médicis”, en honor a su mecenas y protector, Cosme de Médicis. Fue el astrónomo alemán Simon Marius (1573-1625), a sugerencia de Johannes Kepler, quien en su obra Mundus Iovalis, publicada en 1614, propuso la nomenclatura mitológica.

Aunque para nosotros esta denominación es la habitual, los nombres mitológicos de los cuatro satélites principales de Júpiter cayeron al poco tiempo en desuso y no fueron recuperados de forma generalizada hasta mediado el siglo XX.

Los cuatro satélites galineanos son pequeños universos en sí mismos, cada uno con sus peculiares características químicas y geológicas que les otorgan personalidades particulares y muy distintas entre sí. A pesar de que Júpiter -al igual que Saturno, Neptuno y Urano- es un planeta gaseoso que carece de tierra firme, sus cuatro satélites principales sí son cuerpos rocosos. Hagamos ahora un repaso de los cuatro Satélites Galineanos y del porqué de sus nombres, ordenados de mayor a menor proximidad al planeta.

Io

Io es el satélite más cercano a Júpiter y el tercero en tamaño, con un diámetro de 3.600 kilómetros. Curiosamente, cuenta con más de 400 volcanes en actividad, lo que hacen de él el elemento más activo de todo el sistema solar. Cien de esos volcanes y fumarolas expulsan constantemente material en cantidades masivas. Esta actividad volcánica probablemente está provocada por la proximidad a Júpiter, Europa y Ganímedes, cuya atracción puede provocar la contracción y dilatación de su corteza.

Las nubes de azufre expulsadas por estos volcanes pueden llegar a alcanzar los 500 km de altura, llegando el magma hasta los 350 km.

El personaje mitológico que dio nombre a este planeta no era en realidad tan volcánico como podríamos pensar observando las características geológicas del satélite. Io era una joven de gran belleza, hija de Inaco, rey de los Pelasgos. Júpiter, como en tantas otras ocasiones, quedó prendado de la joven, mientras ésta guardaba los rebaños de su padre, e intentó apresarla. Io intentó escapar, pero Júpiter sumió el país en profundas tinieblas y de esta forma consiguió frenar la huida de la joven y someterla a su poder.

Juno, la esposa de Júpiter a la que los griegos llamaban Hera, ya desde hacía tiempo sobre aviso de los devaneos de su esposo, descendió a la tierra, sospechando que la niebla sólo podía haber sido provocada por algún oscuro motivo. Júpiter, al ver acercarse a su mujer, convirtió a Io en vaca para protegerla de la ira de Juno. Cuando Juno vio la vaca enseguida pensó que algo extraño se ocultaba bajo esa apariencia.

Y pidió a su esposo que le regalara el animal. Júpiter, entre la espada y la pared, le entregó la vaca a Juno, fingiendo absoluta indiferencia. Y la diosa, no contenta con esto, puso a la pobre Io bajo la custodia de Argos, un gigante de cien ojos gracias a los cuales nunca dormía, descansado alternativamente con un solo par mientras los demás permanecían vigilantes.

Pero si algo caracterizaba al padre de los dioses, además de su arrebatada sensualidad, era el no darse nunca por vencido. De ahí que enviara a Mercurio -el Hermes de los griegos-, mensajero de los dioses, a rescatar a Io. Mercurio consiguió adormecer todos y cada uno de los ojos del gigante, tocando su siringa o flauta de cañas y narrando historias. Cuando Argos terminó por caer dormido, Mercurio aprovechó para cortarle la cabeza y liberar a Io. Juno, apenada por el terrible destino de Argos, perpetuó su memoria colocando sus ojos sobre la cola del pavo real.

Pero aunque aquí terminó la prisión de Io, no terminaron sus desdichas. Juno envió un tábano para picar y molestar a la vaca. Io salió despavorida y atravesó el estrecho del Bósforo, dándole nombre al mismo (“Bósforo” significa “vado de ganado”).

Las imágenes de Argos en la iconografía clásica no son muy abundantes. Una de las más señaladas es una representación en una cerámica ática de figuras rojas, en las que el gigante aparece con el cuerpo cubierto de ojos. Tiempo después se convirtió en una leyenda bastante popular en el arte europeo. Una de las representaciones de mayor categoría es la que se corresponde a uno de los cuadros menos conocidos de Diego Velázquez (1599-1660), pintado en 1659. En él, en un original formato horizontal, vemos a Mercurio junto al gigante, ya vencido, cabizbajo. Si no fuera por el casco alado de Mercurio ni siquiera reconoceríamos que se trata de una escena mitológica. El mensajero de los dioses tiene a su lado una flauta de pan, el instrumento musical con el que había dormido a Argos. Io es poco más que una silueta sobre la que se recorta la figura de Mercurio. Se cree que Velázquez se inspiró en la escultura romana del Galo Moribundo, que pudo conocer en sus viajes a Italia.

Mercurio y Argos

Mercurio y Argos, Diego Velázquez. © Museo del Prado.

Europa

A pesar de la importancia de su nombre, Europa es el más pequeño de los satélites Galineanos. Contrariamente a Io, tiene una superficie en la que apenas hay accidentes geográficos y su actividad tectónica recuerda a la de la Tierra. Sin embargo, lo más peculiar de este satélite es que su escaso relieve y las marcas visibles en su superficie se asemejan a las de un océano helado o, como lo definen en la guía Blume de Astronomía, a “una pista de patinaje de dimensiones planetarias”. Se cree que bajo la superficie del mismo hay un océano líquido que se mantiene caliente por el calor generado por las mareas gravitacionales de Júpiter y que es de mayor tamaño que el Atlántico y el Pacífico juntos. Y como sabemos que el agua es el germen de la vida, este motivo ha permitido especular sobre la posibilidad de vida -microorganismos- en el océano líquido de Europa. Hoy por hoy, Europa es, junto con Marte, el cuerpo del sistema solar con más posibilidades de albergar vida.

¿Y quién era este personaje de la mitología clásica que da nombre tanto a este satélite como a nuestro continente? Europa era una bella princesa fenicia, hija del rey Agenor, que habitaba en las costas del Levante Mediterráneo, en la tierra de Tiro y Sidón. Júpiter, prendado de su belleza, decidió en esta ocasión metamorfosearse en un magnífico toro blanco que, saliendo del mar, se acercó a la playa en la que la princesa jugaba con sus doncellas. La joven Europa se quedó fascinada con el impresionante animal y se le acercó para acariciarle y adornarlo con guirnaldas de flores. Viendo que se trataba de un animal manso no tuvo mejor ocurrencia que subirse a su grupa, momento que Júpiter aprovechó para zambullirse en el agua y llevarse consigo a la muchacha.

Esta imagen de la joven sobre el toro fue un motivo iconográfico muy habitual en el mundo grecorromano y todavía sigue teniendo un importante papel como elemento simbólico de nuestro continente, tal y como podemos ver en el reverso de la moneda griega de dos euros. En la iconografía antigua, encontramos la escena como decoración en las cerámicas griegas, tanto de figuras negras como de figuras rojas, y en pequeñas estatuillas de terracota. Lo habitual es la representación de la joven doncella subida a la grupa del animal que avanza ya hacia su destino.

El rapto de Europa

El rapto de Europa. Peter Paul Rubens. © Museo del Prado.

Entre las versiones más emblemáticas de la historia del arte, está la que llevó a cabo el artista Rubens (1577-1640) en 1628-29, a su vez copia de una versión de Tiziano, y que hoy podemos visitar en el Museo del Prado. Muy alejada de las versiones antiguas, en las que Europa muestra una actitud serena, el pintor barroco reproduce una escena llena de movimiento y vigor, en la que la princesa fenicia se contorsiona sobre la grupa del toro, marcando una fuerte línea diagonal, a la par que desvía su mirada hacia la playa de la que ha sido raptada. Para equilibrar la escena, en la parte izquierda superior, dos Cupidos sobrevuelan la escena, como si fueran responsables del tumultuoso amor de Júpiter.

El rapto de Europa terminó en la isla de Creta donde fue seducida por Júpiter. Tuvieron tres hijos, Minos, Radamante y Sarpedón, siendo el primero de ellos rey de Creta y protagonista de otro ciclo mitológico del primer orden, el de la leyenda de Teseo y el Minotauro.

Ganímedes

No sólo es el satélite más grande de Júpiter sino de todo el sistema solar, superando incluso en tamaño al planeta Mercurio. También es el satélite más brillante entre los cuatro que presentamos. Por sus características geológicas, puede asimilarse a la Tierra más que algunos planetas, como Venus o Marte. Cuenta con una superficie compleja y tal vez un océano subterráneo similar al de Europa, aunque las posibilidades de hallar vida en el mismo son bastante inferiores a las de su vecina. Otro elemento característico es la existencia de un campo magnético propio, que tal vez se explique por la presencia de metales en su núcleo.

Ganímedes era un príncipe troyano que, una vez más, cautivó a Júpiter. Para hacerse con él, la metamorfosis esta vez condujo al dios a transformarse en un águila, con cuyas garras agarró a Ganímedes para llevárselo consigo. El águila es el animal asociado a Júpiter, de ahí que en algunas versiones el dios no se metamorfosea en águila sino que simplemente manda al animal a capturar al joven. El dios quedó tan satisfecho con Ganímedes que decidió otorgarle la inmortalidad y llevárselo consigo al Olimpo donde le dio el papel de copero de los dioses, tarea que hasta ese momento había desempeñado Hebe.

El tema de Júpiter y Ganímedes no sólo lo encontramos en la estatuaria clásica. También contamos con una bella representación del escultor danés neoclásico Bertel Thorvaldsen (1770-1844), realizada en 1817. Aunque en la mayoría de las ocasiones los artistas escogen representar a Ganímedes en el momento del rapto, en pleno fragor de la historia, Thorvaldsen nos muestra al joven troyano dando de beber néctar al águila y apelando a su papel de copero de los dioses, consecuencia del rapto.

Se trata de una composición mucho más calmada y equilibrada, más del gusto del arte neoclásico. El contraste viene dado por las texturas: la suave piel del joven en clara contraposición a las plumas del animal. Ganímedes aparece representado con el gorro frigio, que indica su procedencia oriental.

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Ganímedes con el águila de Júpiter, Bertel Thordvaldsen. © Museo Thordvaldsen.

Calisto

Llegamos con Calisto al cuarto de los satélites galineanos. Su periodo de rotación sobre sí mismo coincide con el que lleva a cabo alrededor de Júpiter, de tal forma que, como en el caso de la Luna, siempre muestra hacia el planeta la misma cara. Aunque es similar a Ganímedes, tiene una historia geológica más simple y la mayoría de su superficie helada está conformada por llanuras con cráteres, llegando a tener uno de ellos un diámetro de 1.500 kilómetros.

¿Y quién era Calisto, el último de nuestros personajes mitológicos? Se trataba de una doncella que formaba parte del séquito de Diana, la diosa de la caza. Diana, conocida por los griegos como Artemisa, era una diosa muy reservada a la que le gustaba vivir de forma aislada en los bosques, alejada de los tejemanejes del Olimpo. Entre otras cosas, pertenecer a su séquito implicaba respetar el voto de castidad. En esta ocasión, Júpiter, para seducir a Calisto, no se transformó en animal, sino que adquirió la apariencia de la mismísima Diana. Cuando el dios transformado se acercó a Calisto, ella creyó que era la diosa bajo cuya protección vivía y no pudo rechazar su amor. De esta forma, Júpiter una vez más, se salió con la suya. En las representaciones del arte occidental, llama la atención encontrar escenas de cierto erotismo entre mujeres que responden al momento en el que Júpiter, disfrazado de Diana, seduce a la doncella. En la versión de Rubens de 1639, hoy en día en el Staatliche Kunstsammlungen de Kassel, el águila asomando tras la escena, es el elemento iconográfico que nos ayuda a interpretar lo que estamos viendo. Lleva en sus garras un rayo, otro de los elementos simbólicos asociados con el dios y dirige su mirada hacia la escena de amor. Calisto se apoya sobre un carcaj con flechas, recordándonos que la caza era la actividad principal de Diana.

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Júpiter y Calisto, Peter Paul Rubens. © Commons Creative: Flickr de Art Gallery ErgsArt.

La historia no termina aquí. Hay distintas versiones, pero una de las más populares nos cuenta que cuando Diana se enteró de la traición de Calisto la convirtió en osa para que fuera cazada por ella y su séquito. Cuando finalmente la joven encontró la muerte, fue enviada al cielo por Júpiter transformándola en la Osa Mayor. Y de esta forma volvemos a los cielos que es donde empezaba nuestra historia.

Conclusiones

Hoy en día, la mitología clásica nos parece algo del pasado, una serie de cuentos y leyendas que poco tienen que ver con las religiones actuales o nuestros usos y costumbres. Sin embargo, ya desde el Renacimiento, la cultura occidental ha contado con una importante presencia de la mitología grecolatina, en aspectos etimológicos, iconográficos, tradiciones culturales y un largo etcétera.

Uno de los campos en los que podemos rastrear esta influencia mitológica es el de la Astronomía. Los nombres de los planetas del sistema solar llevan, desde la Antigüedad, nombres de divinidades romanas, que a su vez pasaron a denominar los siete días de la semana. Esta tradición del estudio de nuestro universo, iniciada en época griega y de gran importancia en el mundo helenístico, fue continuada por los astrónomos europeos de época moderna, como ocurrió con la nomenclatura de los cuatro satélites de Júpiter descubiertos por Galileo Galilei, y ha llegado hasta la actualidad.