Los obeliscos egipcios
Si hoy en día paseamos por ciudades como Roma, París o Nueva York podemos encontrarnos con estas monumentales construcciones que fueron los obeliscos egipcios. Los obeliscos eran pilares en piedra, de sección cuadrada, y culminados con una pequeña pirámide que les daba un aspecto apuntado. Se colocaban, como monumentos conmemorativos, en las entradas de los templos y estaban cubiertos de textos jeroglíficos en los que se mencionaba al faraón o reina que lo hubiera erigido.
Eran tan impresionantes que, ya desde época romana, llamaron la atención a los visitantes del país del Nilo. Y también desde época romana, iniciaron su peregrinaje por el mundo: convertidos en un objeto codiciado por las culturas de la Antigüedad y de la Edad Moderna, fueron saqueados de Egipto y llevados a otros lugares del mundo.
Obeliscos viajeros
José Luis Noain nos ayuda a recordar algunas de las peripecias que tuvieron lugar para trasladar los obeliscos egipcios a las ciudades en las que podemos contemplarlos hoy en día. Los antiguos romanos, fascinados por estas obras, fueron los primeros en trasladarlas. En el año 10 a. C., el arquitecto Novio Facundo fue el responsable de desplazar un obelisco que, transportado a Roma desde Heliópolis, se erigió en el Campo de Marte, muy cerca del Ara Pacis, para convertirse en la aguja que proyectaba la sombra en el reloj solar de Augusto.
Este reloj consistía en una plaza circular, pavimentada con travertino, con un cuadrante realizado con bronce incrustado, en cuyo centro se alzaba el obelisco rematado con un globo de bronce, de manera que, según la posición del sol, la sombra arrojada indicaba el día y el mes. ¡Impresionante! El obelisco, deteriorado, se restauró en 1748, instalándose después en la Plaza de Montecitorio.
Un obelisco bendecido
También en época romana se trasladó el famoso obelisco del Vaticano, uno de los trece que hay en Roma, de 25,3 metros de altura, llevado en tiempo del emperador Calígula (40 d.C.) y colocado en la spina del Circo de Nerón. Era muy común que este punto central en torno al que corrían a gran velocidad las cuádrigas se decorara con obeliscos. Fue movido en el verano de 1586 hasta la plaza de San Pedro del Vaticano bajo el pontificado de Sixto V y la dirección del arquitecto Domenico Fontana.
Para poder desplazar el obelisco y alzarlo a su posición vertical, se contó con la ayuda de 800 hombres y 140 caballos. El momento era tan determinante (el más mínimo problema podía provocar la caída de la pieza y su ruptura) que se prohibió terminantemente a los trabajadores que pronunciaran la más mínima palabra, amenazando con la pena de muerte a quien se saltara la norma.
Pero cuando estaban a punto de culminar la delicada operación, las cuerdas empezaron a ceder e incluso a romperse. En ese momento, aun sabiendo a qué se arriesgaba, el marinero Benedetto Bresca gritó “¡Agua a las cuerdas!”, sabedor de que esta manera se aumentaba la resistencia del cáñamo. Detuvieron a Bresca por haber hablado, pero en cuanto se dieron cuenta de que había salvado la situación del desastre, le reconocieron el mérito, otorgándole una nutrida pensión y otra serie de privilegios.
Egipto en París
Uno de los obeliscos más conocidos es el que hoy en día se alza en la Plaza de la Concordia de París. Su traslado desde Luxor, donde flanqueaba la entrada del templo dedicado a Amón por el faraón Ramsés II, se puede calificar de auténtica aventura. En 1829, Mohammed Alí Pacha, virrey turco de Egipto, donó a Francia -por 300.000 francos- y en reconocimiento por la ayuda para modernizar el país, los dos obeliscos del templo de Luxor. En aquel momento el rey de Francia era Carlos X, hermano del guillotinado Luis XVI y de Luis XVIII.
Meses más tarde, el Parlamento francés se pronunció a favor del traslado de uno de los dos obeliscos, para lo cual hubo de construirse, en los astilleros de Toulon, un barco especial que fuera capaz de cruzar el Mediterráneo y, enlazando con el Atlántico, llegar hasta el puerto del Havre. En su interior debía transportar un monumento de 23 metros de largo y de 250 toneladas de peso.
Terminada la construcción exprofeso, el nuevo barco, bautizado como Luxor, zarpó en la primavera de 1831 y alcanzó su destino en agosto del mismo año. Se emplearon cuatro meses para cortar, trasladar y cargar el obelisco. Hubo que esperar la crecida del Nilo para de nuevo navegar río abajo al encuentro del Esfinge, navío que lo remolcó hasta la desembocadura del Sena, a donde llegó en septiembre de 1833. En Ruan fue desarbolado para poder pasar bajo los puentes sucesivos, erigiéndose en París en octubre de 1836.
¡Seguro que la próxima vez que paseéis por Roma o París y contempléis estas enormes agujas, las veréis con nuevos ojos!
Me ha gustado mucho.No conocía la historia de los obeliscos.
¡Me alegro, Begoña!