Impresión. Sol naciente. Claude Monet

Impresión. Sol naciente. Claude Monet (imagen: Wikimedia Commons)

En 1874, un grupo de artistas, entre los que se encontraban Claude Monet, Camille Pissarro, Berthe Morissot o Edgard Degas, entre otros, llevaron a cabo una exposición en el estudio parisino del fotógrafo Nadar. Fue allí donde el crítico de arte Louis Leroy bautizó al grupo con el término de «impresionistas«, a partir del título del cuadro de Monet «Impresión. Sol naciente«. Leroy jamás pudo imaginar que este término que, como tantos otros -fauvismo, cubismo-, había nacido con intenciones peyorativas, se iba a convertir en un término consagrado en la historia del arte. El impresionismo supuso una auténtica revolución frente a las corrientes academicistas que habían imperado en la mayor parte del s. XIX y que controlaban las enseñanzas artísticas.

El nacimiento del Impresionismo

En la Francia de aquel momento la Academia dominaba las prácticas artísticas, protagonizadas por los que -también despectivamente- recibían el nombre de «pompiers«, ya que poblaban sus cuadros de figuras históricas del pasado clásico a las que vestían con cascos similares a los de los bomberos. Édouard Manet, al que podríamos considerar padre espiritual del impresionismo, ya se había enfrentado a la Academia a través de obras que habían causado el escándalo en su época y habían sido rechazadas en las exposiciones correspondientes, siendo especialmente notable el caso de «Almuerzo sobre la hierba» u «Olympia«.

La pintura académica, heredera del neoclasicismo de David y de Ingres, apostaba por un predominio de la línea sobre el color, una importancia indiscutible del dibujo, un equilibrio en la composición y el uso de grandes temas históricos. Recordemos, por ejemplo, «El juramento de los Horacios» y «El rapto de las Sabinas» de David. Pero Manet, primero, y los pintores impresionistas tras él, querían romper con los convencionalismos, estereotipos y principios rígidos de esa pintura académica, sus gigantescos cuadros de estudio y la grandilocuencia de sus temas.

Olympia. Édouard Manet

Olympia. Édouard Manet (imagen: Wikimedia Commons)

¿Qué aportó el Impresionismo? La luz y el color

Una de las primeras novedades que presentó el arte impresionista frente a esa pintura académica fue la práctica de la pintura a plein air, es decir, al aire libre, que ya había sido practicada por los artistas de la Escuela de Barbizon -Corot, Daubigny, Rousseau- o los paisajistas románticos ingleses como Constable o Turner. La invención de los tubos de estaño para portar las pinturas al óleo, que tuvo lugar en 1811 y se popularizó a partir de 1840, facilitaron esta diáspora de los pintores impresionistas que abandonaron la ciudad de París para salir a pintar al campo. Lienzos de pequeño tamaño y pintura ágil que no tenía más objetivo que captar el instante. Los encuentros en Honfleur y Trouville, o los paisajes acuáticos de Argenteuil son muestra de ello.

Claro de un bosque, 1895. Alfred Sisley (imagen: Museo Thyssen-Bornemisza)

Claro de un bosque, 1895. Alfred Sisley (imagen: Museo Thyssen-Bornemisza)

Este interés por la pintura al aire libre, en el campo, tenía también mucho que ver con los principales intereses de los pintores impresionistas: la luz y el color. La línea, el dibujo y la composición, tan admirados por los academicistas, fueron sustituidos por la vibración del color y sus cambios según la incidencia de la luz en el paisaje y en la vegetación. Se abandonaba la pincelada precisa y empastada de los pintores academicistas para buscar una pincelada suelta, viva, vibrante, hasta el punto de que la mezcla de colores se producía en la retina del espectador y no en el propio cuadro, como ya había avanzado Constable. La pincelada impresionista, que fue llevada a puntos perfectamente circulares por la visión científica de Seurat y Signac y su puntillismo, era ligera.

Las manchas de color se aplicaban en pequeños toques que permitían componer la imagen representada sin necesidad de un dibujo previo. Hablo, por ejemplo, del «Campo de amapolas» de Monet, en el que una sucesión de puntos rojos componen las corolas de estas flores, o de la incidencia de la luz reticulada en los personajes del «Moulin de la Galette» de Renoir. Este mismo tratamiento pictórico del paisaje fue claro en Sisley y Pissarro, los que, junto con Monet, son probablemente los pintores impresionistas en más estado puro, los que nunca dejaron de lado la naturaleza y la luz.

Los maravillosos paisajes nevados de Sisley o los caminos de Pissarro, muchas veces ejes de sus composiciones, nos hablan de esos mundos rurales ajenos a la vorágine de la ciudad. Recordemos también las distintas interpretaciones de la catedral de Rouen, de la mano de Monet, según los efectos lumínicos o esa magnífica serie de las Ninfeas, hoy en día en el museo de la Orangerie de París, donde Monet, refugiado en su retiro de Giverny y casi ciego, realizó esos extraordinarios lienzos de gran tamaño en los que captaba las sutilezas de los brillos del agua y de los cambios de color de esta. Toda una premonición del expresionismo abstracto.

 

Ninfeas, Claude Monet

Ninfeas, Claude Monet (imagen: Aldapeta Arte)

Temas urbanos

Bailarina basculando (Bailarina verde), 1877-79. Edgard Degas

Bailarina basculando (Bailarina verde), 1877-79. Edgard Degas (imagen: Museo Thyssen Bornemisza)

No fue esta fascinación por el paisaje y la luz la única novedad impresionista. También existió un impresionismo centrado en temas urbanos que trató otros motivos no paisajísticos. Monet pintó estaciones de trenes en las que la nueva arquitectura decimonónica, que daba protagonismo a nuevos materiales como el hierro, entraba en escena. Ya no es la incidencia del sol la que crea efectos atmosféricos, sino el humo de los ferrocarriles. Hasta el propio Pissarro se dejó atrapar por los boulevares parisinos a vista de pájaro. Al referirnos al mundo urbano, hablamos también de los retratos de Renoir, las escenas de la ópera de París de Degas (tanto de las bailarinas como de los músicos), sus bañistas o planchadoras, los instantes captados en el interior de las tabernas parisinas, como en «La absenta»…

La novedad de estos impresionistas respecto a la pintura académica ya no se traducía solamente en el tipo de pincelada o en el predominio del color sobre el dibujo, sino en la elección de los temas. Jamás un Ingres o un David, un Boguereau o un Gerôme hubieran prestado atención a las clases desfavorecidas de la ciudad. Como en la Olympia de Manet, una nueva clase social emergía entre los impresionistas urbanos.

Y lo mismo podemos decir de los temas cotidianos, de las escenas íntimas, de maternidad, captadas por Berthe Morissot o Mary Cassat, o las escenas intimistas de Eva Gonzales. Incluso el gusto por el japonismo, que vemos precisamente en las litografías de Cassat, suponía una influencia novedosa. La aparición de la fotografía fue otro elemento que contribuyó a producir un cambio respecto a lo anterior, tal y como mostró la reciente exposición del Museo Thyssen «Los impresionistas y la fotografía».

Esta libertad, esta ruptura con lo establecido, fue posible, entre otras cuestiones, a que los impresionistas no solían pintar por encargo. No es el gusto del comitente el que se impone, sino la libertad creativa del artista que, a partir de este momento, fue un fenómeno imparable.

(Este texto fue respuesta de María José Noain Maura al examen de la UNED de la asignatura «Historia del Arte Contemporáneo: siglo XIX»)

Un día de verano, Berthe Morisot

Un día de verano, Berthe Morisot (imagen: Universidad Francisco Marroquín)