Hondarribia y el arte: el Intercambio de Princesas de 1615
El célebre escritor y marino Pierre Loti (1850-1923) dijo de la desembocadura del Bidasoa que era un lugar “más hermoso aún que el propio Bósforo”, donde un café que lleva su nombre ofrece una espectacular vista sobre Estambul. No es cuestión de comparar Hondarribia con la que fue capital del Imperio Bizantino y del Imperio Otomano, pero lo cierto es que nuestra villa ha sido un lugar que ha fascinado desde siempre a las y los artistas.
Su emplazamiento a orillas del Bidasoa, en un entorno que oscila entre el mar, el río y la montaña, ha cautivado a innumerables creadores que han plasmado el paisaje bidasotarra en óleos, grabados, dibujos y acuarelas. Las palabras que el historiador Pierre-Henry de Lalanne publicó en 1896 también son significativas: “He visto muy grandes y muy bellas cosas sobre la tierra, he escalado las cimas de los Alpes, me he asentado en la Acrópolis de Atenas, pero nunca he tenido ante los ojos un espectáculo tan hermoso como el que se observa desde la fortaleza de Carlos V en Fuenterrabía”.
Sin embargo, el interés por representar nuestra villa no siempre estuvo ligado a su belleza. Su peculiar situación estratégica, lugar de frontera desde la Antigüedad, la ha hecho testigo de múltiples avatares históricos: batallas, sitios, firmas de tratados, matrimonios reales y un largo etcétera han quedado inmortalizados en obras de arte.
De la misma manera, es innumerable la documentación cartográfica que recoge pormenorizadamente la línea de la costa, las sinuosas formas de la desembocadura y la planta arquitectónica del recinto fortificado. Técnicas como la xilografía, el grabado calcográfico o la litografía permitían la estampación de numerosas copias a partir de una única plancha, siendo, por tanto, uno de los métodos más utilizados para representar la ciudad. Pero también existen cuadros originales que compaginan a la perfección su valor histórico y artístico. Iniciamos ahora un recorrido por la historia de Hondarribia mediante estas obras de arte que son un rico testimonio de su pasado a través de la imagen.
Hondarribia en el Arte
Es difícil identificar cuál es la representación gráfica más antigua de la ciudad, así que vamos a dar un salto de cuatro siglos, desde su fundación en el año 1203, para llegar hasta uno de los numerosos aconteceres singulares que se desarrollaron en el entorno del río: las Entregas del Bidasoa, popularmente conocidas como el Intercambio de Princesas. El 9 de noviembre de 1615, los alrededores de la Isla de los Faisanes se convirtieron, por unos días, en centro neurálgico de la política europea: fue el lugar en el que la infanta Ana de Austria, primogénita del rey Felipe III, fue intercambiada por Isabel de Borbón, hija de Enrique III de Francia.
Las dos mujeres, poco más que niñas, dejaban su tierra natal para convertirse en soberanas del país vecino. Aunque todavía no habían conocido a sus respectivos maridos, ya eran oficialmente sus esposas. Se habían casado por poderes, es decir, con un representante legal que había hecho las veces de los novios, ausentes en realidad. Ana se había desposado con el ya rey Luis XIII e Isabel, con el que acabaría gobernando como Felipe IV. El acuerdo de ambos enlaces se había firmado tres años atrás, en las capitulaciones matrimoniales del Tratado de Fontainebleau.
Bautizar a este episodio con el nombre de “intercambio”, como si las jóvenes fueran poco más que una mercancía, es sintomático: en las monarquías de la Edad Moderna era muy común que un matrimonio real sellara los acuerdos políticos y militares. En esta ocasión tenía que ver con un intento por pulir las tensiones entre las dos potentes monarquías, la francesa y la hispánica. Poco podían decir las princesas: eran ellas las que tenían que asumir su destino en una nueva corte, lejos de su hogar, junto a un hombre al que no habían visto jamás y con el que tendrían como función principal dotar de un heredero al reino.
Un cuadro con la historia
En las recientemente inauguradas Galerías de las Colecciones Reales, un cuadro de Pablo Van Meulen recoge, con todo lujo de detalles, el acontecimiento. Anteriormente, se encontraba en el Real Monasterio de la Encarnación, popularmente conocido como las Descalzas Reales. Ahora, en el nuevo museo, luce junto a un cuadro similar, del mismo autor, que muestra a Felipe III y su hija Ana a su paso por San Sebastián, donde fueron agasajados por la población local.
El rey y su hija aparecen en el interior de una lujosa carroza que se desplaza entre las gentes que se han acercado a ver el cortejo real. Es un cuadro histórico, pero también costumbrista, en el que podemos regodearnos en los detalles de las vestimentas, como los característicos tocados en forma de cuerno que portan las damas vascas. Vemos el San Sebastián de comienzos del s. XVII, con la bahía repleta de barcos dispuestos enfrente de la playa de la Concha y una población reducida a la actual parte vieja, que todavía conserva sus murallas y se ve presidida por el castillo de Urgull.
Su cuadro gemelo del Bidasoa también es un prodigio de detalles. Van Meulen fue arquero real, por lo que pudo contemplar ambas escenas de primera mano. Son impresionantes las arquitecturas efímeras que se construyeron a los lados del río, cerca de la Isla de los Faisanes, con graderíos repletos con los nobles que asistieron al acontecimiento, mudos testigos de la entrega. Desde cada una de las estructuras parte un entramado de cuerdas que sirven como guía para las barcazas reales en las que viajan las princesas.
Llegarán, al mismo tiempo, a la plataforma central donde se producirá el encuentro, a través del ingenioso mecanismo que movían dos marineros en cada barca. Al fondo, entre brumas, se intuye el casco histórico de nuestra ciudad. Las fuentes de la época ensalzaron el feliz día, destacando la belleza de la naturaleza circundante, la riqueza del río y la alegría reinante entre los numerosos testigos que se agolpaban en las inmediaciones para disfrutar del peculiar evento.
La versión de Rubens
Poco tiene que ver la versión de Van Meulen con la que Pedro Pablo Rubens hizo del mismo tema. Si el primero se centraba en la veracidad histórica y en el despliegue de detalles, Rubens ofrecía una visión más grandilocuente y de carácter alegórico, para mayor gloria de la monarquía francesa y de la comitente de la obra, María de Médicis, reina regente que asumió el gobierno de Francia durante la minoría de edad de su hijo, Luis XIII. En realidad, el cuadro se inserta en una serie completa que la soberana encargó en 1622 para decorar el Palacio de Luxemburgo y que ocupa una sala entera en el museo parisino.
Se trataba de todo un programa iconográfico realizado a mayor gloria de su esposo, Enrique IV y, sobre todo, de ella misma, que mantuvo siempre una tensa relación con su hijo. El conjunto lo conforman veintiún lienzos, ¡cada uno de ellos de cuatro metros de altura! Después de siglos y siglos viendo obras de arte realizadas para ensalzar a reyes y políticos, es un soplo de aire fresco ver a una mujer que decidió, al igual que ellos, usar el talento de uno de los más excelentes pintores de su época para reivindicar su figura como reina.
En el lienzo que nos interesa, vemos el momento en el que las dos infantas se juntan sobre una gran barcaza, aunque el escenario está dotado de tal teatralidad que cuesta distinguir el perfil del río. Las dos princesas se dan la mano. Ya han dado un paso hacia la otra orilla y los varones que las flanquean, guerreros engalanados que portan sofisticados cascos y que son en realidad alegorías de los dos países, las agarran del brazo para conducirlas a su destino.
Una lectura alegórica
Sobre los personajes reales se abre otro plano de carácter alegórico y mitológico: la Felicidad, portando el caduceo como símbolo de paz en una mano, sujeta con la otra una cornucopia de la que cae una lluvia de gotas de oro, simbolizando la prosperidad que auguran a cada uno de los países los dos matrimonios. Un gran manto rojo sirve de telón a toda la escena, rodeada de putti, entre los que aparece Céfiro, el viento que con su dulce soplo esparce rosas sobre las muchachas.
Falta un detalle, tal vez el más importante para esta narración: a los pies del gran lienzo, un hombre anciano, de larga barba gris, contempla la escena, apoyado en un ánfora y rodeado de vegetación. Una náyade, ofreciendo como regalos collares de perlas y un coral, y un tritón, haciendo soplar una caracola, acompañan al hombre: no es otro que la personificación del propio río Bidasoa, un modelo que se definió ya en época romana y que Rubens copió a la perfección. ¿No fue el río acaso testigo primordial del famoso intercambio?
Para saber más:
- DEL RÍO BARREDO, María José (2008): “Imágenes para una ceremonia de frontera. El intercambio de las princesas entre las cortes de Francia y España en 1615” en La historia imaginada. Construcciones visuales del pasado en la Edad Moderna, pag. 153-182.
- GALDÓS MONFORT, Ana (2023): “Trueque de princesas en el río Bidasoa” en Diario Vasco, 7 de noviembre de 2023.
- SAWARD, Susan (1973): The Golden Age of Marie de’ Medici. Umi Research Press.
ESTE ARTÍCULO HA SIDO ESCRITO PARA LA REVISTA DE HONDARRIBIA, EN LA QUE SE PUBLICÓ, EN EUSKERA, EN EL Nº 389 (MAYO DE 2024)
Extraordinariamente interesante.
¡Me alegro, muchas gracias!